En
ocasiones, la esperanza del ser humano puede ser tan grande como su ingenuidad.
Aunque compruebe que el escenario se repite año tras año, suele persistir en su
ofuscación. «Quizás esta vez pueda librar la piedra y no tropezar de nuevo», se
dice, antes de picar en el anzuelo. ¿O no es pecar de cándida inocencia
presentar una novela al Premio Planeta, sabiendo que está concedido de antemano,
tras existir un contrato con la ganadora o el ganador que lo deja todo bien
atado? Pues pese a esto, que a casi todos nos parece evidente, han querido ver
una luz, ciegas de ilusión, las mil trescientas veinte personas que han
presentado sus novelas a la septuagésimo cuarta edición del premio, «un récord
de participación». La literatura, como la lotería, sigue siendo un acto de fe.
Los
que nos venimos dedicando desde hace bastantes años a este mundillo del libro
sabemos que en nuestro país estamos muy cerca ya de que los escritores superen
en número a los lectores, porque, a diferencia de Borges –«que otros se jacten
de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído»–,
preferimos presumir de nuestras creaciones literarias, aunque para ello hayamos
debido autopublicarlas. Escribir viste mucho, da prestigio en las conversaciones
con los amigos –«tengo una novela entre manos», «estoy madurando un poemario»–,
y no digamos lo que adorna el currículo. 
He
sabido que doce, de los mil trescientos veinte manuscritos enviados al Planeta,
provenían de Cantabria. Un número que es casi seguro que proporcionará en el
futuro a los editores regionales la posibilidad de tener entre las manos, para
analizar su posible publicación, unos cuantos originales que llevarán el
marchamo de «presentado al Premio Planeta». 
Advierto
de antemano que esa no es la mejor tarjeta de visita.
 

 
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