Parece
exagerado que algo aparentemente inocente pueda levantar tal revuelo. La Ley de
Memoria Democrática, que contempla la creación de un inventario de espacios
vinculados a la represión franquista, ha incluido como tal al conjunto de la
Península de La Magdalena. Añade que los lugares seleccionados «tendrán una
finalidad informativa, conmemorativa y didáctica». Pero resulta que, aunque la
existencia del campo de concentración que hubo allí sea conocida por casi
todos, algunos mantienen que es mejor ocultarla y evitar su divulgación. No
saben que con esa postura le hacen un flaco favor incluso al franquismo, porque
el dictador mostró desde un primer momento las virtudes de aquel espacio pionero
como modelo de represión; de hecho hay decenas de fotografías que retratan las
«bondades» de la coacción de los vencedores para reeducar a los vencidos:
imponiendo el saludo fascista a la llegada de los mandos, el cántico del Cara
al Sol, la asistencia diaria a misa, y toda clase de tareas vejatorias para «fomentar
el verdadero espíritu español». Sobre otros castigos se prefirió callar.
Aquí
perturba la iniciativa de convertir a la Magdalena en lugar de memoria
histórica, porque tenemos tendencia a dejar las cosas como están. De hecho,
cuando subo con mis amigos a contemplar las vistas que ofrece el entorno de
Cabo Mayor, siempre se interesan, conmovidos ante la visión del monumento, por la
historia de los que despeñaban allí. Entonces les explico que desde ese lugar
nunca arrojaron a nadie, si bien las corrientes pudieron arrastrar a víctimas asesinadas
en el entorno de la bahía, y ahí pudo estar el origen de la leyenda. Una invención
asumida, de tan repetida. Sobre todo por quienes se oponen ahora a la proclamación
de La Magdalena como auténtico lugar de opresión franquista.
Aunque
no se declare para acusar, sino para comprender.

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