El Diario Montañés, 14 de julio de 2021
Éramos,
o al menos así creíamos, la generación de la esperanza. Nacidos entre los años
50 y 70 del pasado siglo, fuimos los primeros en acceder mayoritariamente, con
los esfuerzos obreros de nuestros padres, a una Universidad que por los años 70
comenzaba a crecer en España, pública, prácticamente gratuita y casi democrática,
pese a la permanencia del caudillo en el machito de la nación. La educación, de
esa forma, comenzó a extenderse para todos, y poco a poco constituimos un grupo
de jóvenes preparados para llevar firmes las riendas del país. Y así hicimos,
integrándonos en profesiones de «las de carrera», que anteriormente estaban
vetadas para la mayoría. Fuimos un grupo de gente con «sangre sucia» –en el
argot de aquellas cunas privilegiadas que ostentaban la misma profesión de
abuelos a nietos, como un derecho de herencia– que se integró con naturalidad
en los puestos de mayor responsabilidad. Licenciados, diplomados, bachilleres…
formamos una naciente clase media; fuerte entonces, ahora no tanto.
Pero
hete aquí que con la jubilación que nos llega resultamos una carga demasiado
onerosa para las arcas estatales. Mi amigo Nicanor Valle, médico de familia –como
yo hijo de un carpintero–, me comentaba que cuando se retirara nuestra
generación, esa que llaman del ‘baby boom’, quedarían libres miles de puestos
de trabajo, lo cual, unido a la baja natalidad que se produjo de los años setenta
en adelante, prácticamente dejaría el paro en cifras nunca vistas en nuestra
nación, por lo menguadas. El problema es que ni él ni yo previmos entonces un
hábito malsano que se está imponiendo tanto en la empresa privada como en la
pública: la amortización de los puestos de trabajo.
Y conviene
observar que la raíz de la palabra, aun escondida, ya evidencia el problema:
‘mortis’. En nuestro caso, «dejar morir».
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