En
verano el tiempo parece que cunde mejor. Con los días más duraderos y la
actividad reducida al mínimo, hago cosas que en cualquier otra estación ni se me
pasarían por la cabeza. En concreto –debo confesarlo–, he aprovechado recientemente
para ojear una revista del corazón. Fue entonces cuando constaté, con cierto desasosiego,
que quienes protagonizaban sus páginas –antaño de papel couché y ahora menos
brillante por la crisis– van cumpliendo años inexorablemente, y que el relevo
generacional parece estancado. Quizá se deba a que los jóvenes de hoy permanecen
indiferentes ante la fama de las exclusivas pagadas, pero lo cierto es que en el
ejemplar que tenía entre las manos pude comprobar, apenas mirando el índice, que
figuraban los de siempre: Paz Padilla, Isabel Presley, Mario Vargas Llosa, Kiko
Matamoros, Isabel Pantoja, Ortega Cano, Raquel Mosquera… Todos superaban la
cincuentena. Algunos mostraban en la playa sus cuerpos de piel de naranja y curvas
maduras, pese a los presumibles arreglos con Photoshop; otros, en las fiestas
sociales, no podían ocultar la vejez de las manos y las rodillas, arrugadas y
flácidas, aunque lucían en la cara y el cuello la presumible tersura artificial
del botox.
Por
esas fantasías de la mente, que en ocasiones te hace ver relaciones absurdas donde
en realidad no las hay, vinieron a mi cabeza ciertos articulistas que siguen ocupando
su espacio en la prensa para hablar de la existencia de Dios –al que hemos olvidado
en esta época descreída–, de la maldad del diablo –que sienten la tentación de identificar
con el presidente–, de la añoranza de un tiempo anterior –no democrático, pero muy
satisfactorio–… Y concluí que acaso también ellos pertenecen a una sociedad
marchitada.
Fue
cuando la voz de mi conciencia me advirtió con reproche: «Y tú, ¿te libras?».