El Diario Montañés, 13 de julio de 2022
Pasear
por el Pereda –el Muelle según los clásicos– siempre tiene su aquel, pero en
verano es un lujo. Las colas en las heladerías para comprar esos helados que
sirven con medida generosa (desmedida) para que se escurran por las manos y haya
que devorarlos, más que paladearlos, en posturas inverosímiles de lejano
acercamiento; la música en la abarrotada Feria del Libro, atardeciendo en la
plaza Porticada, con el aire internacional que aporta la lengua inglesa (todo
se canta en inglés porque la lengua de Boris Johnson –dejémonos de llamarle de
Shakespeare– viste mucho (sea en una gala de las letras castellanas, en el
nombramiento de personajes del año o en una verbena de vecindario), aunque pocos
la entiendan; las obras del futuro museo del Banco Santander –parece que
siempre han estado ahí, en el paisaje, como muestra esperanzada de una milla
cultural que tarda demasiado tiempo en concretarse–; el cartel de «visite
nuestras exposiciones del interior» que cuelga en las escaleras del Centro
Botín (que también es museo), al frente, en los jardines, para que la gente se
anime y no tome solo como mirador el edificio enmallado; el menú del día que
sirven camareros amables –en su mayoría hispanos o de países del este–, que
preguntan con sonrisa amable que «qué quieren tomar los chicos», «el marqués»,
o, como me dijeron recientemente, «el caballerísimo», un grado en el
tratamiento que me trajo del subconsciente lo del general ampliado.
Alejados
del centro (de la ciudad) estuvieron en la UIMP cuatro expresidentes del
gobierno (¿expresidentísimos?), Felipe González, Aznar, Zapatero y Rajoy, para
recoger la medalla de la institución por los méritos de su «entrega» y «apuesta
por el futuro de España».
El futuro
de su tiempo, ya pasado en el presente. A su modo, figuras del museo
democrático.
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