El Diario Montañés, 21 de septiembre de 2016
Lo que se da no
se quita, ha debido de pensar la Barberá apelando a santa Rita, porque ella,
como el ministro del interior en funciones, tiene en un altar a los santos y
les concede más autoridad que al propio Rajoy. Por eso no ha dimitido como
senadora y se queda en el grupo mixto. Aferrada a su escaño, el que tienen
reservado en la Cámara Alta los políticos importantes cuando pierden en las
urnas –«si te dicen que caí, me fui al puesto que tengo allí»–, Rita puede
llegar a cobrar en su nueva situación 7.000 euros mensuales, aunque su
verdadero objetivo sea mantener la inmunidad parlamentaria.
Uno de los pocos
que han salido en su defensa ha sido Ibarra, el extremeño
del PSOE –antaño rojo, hogaño
bastante deslucido–, que añora los modos de hacer política en los tiempos
felices en los que no había brotado la cólera podemita
que tanta urticaria produce ahora.
No fue Podemos,
sino la Falange Española –«con la camisa nueva»– y el PP –«impasible el
ademán»– quienes denunciaron en su día a Puerto Gallego, socialista de talante
diferente al de los barones de su partido, esos que han conocido las mieles del
poder y no quieren perder su silla en los consejos de administración de las grandes
empresas. Puerto ha renunciado a su escaño en el Congreso de los Diputados, dejando
claro que su caso y el de Rita son diferentes, en origen, fondo y formas. Su
dimisión marca las distancias con la valenciana del ‘caloret’, que, según
parece, atesora cinismo e información peligrosa a partes iguales. Por eso en
las alturas de su partido se impone la ley del silencio, la del no nos vamos a
hacer daño y la del aguanta, Luis, sé fuerte.
Esta situación deberían
revertirla los militantes de base, los que permanecen limpios y todavía
entienden la política como un servicio a los demás. Porque los españoles, que
tenemos un sentido de la responsabilidad similar al de los barones del PSOE, es
posible que, pese a todo, votemos más que nunca al PP. Al tiempo.
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