El Diario Montañés, 14 de septiembre de 2016
Hoy tengo nudos
en el entendimiento, telarañas que todo lo enredan, como si las neuronas fueran
zarzas que enmarañan mis ideas. Ni siquiera me he recuperado tras la ausencia
de la pasada semana, en la que dejé huérfano este rincón de incertidumbres y
pensé en la retirada. Dicen que con los años se pierde testosterona, y con ella
el buen humor, bastantes potencias físicas y muchas conexiones cerebrales. Y se
enseñorea la tristeza en el alma. Aunque en mi caso puede deberse a una carga
excesiva de trabajo.
Lo cierto es que
en el tramo vital de los cuarenta a los cincuenta y nueve años –una etapa en la
que se va dejando atrás la senda de
la plenitud y se otea otra bien distinta– se suicida más gente que en ningún
otro. Acabamos de saber que en Cantabria se producen dos intentos de suicidio
al día y que cada diez días se consuma uno, es decir, que para fracaso social
tienen éxito el 5% de las tentativas. Y lo hemos conocido en forma de fría
estadística, porque se guarda silencio informativo por respeto a cada drama
particular.
De lo que
estamos bien informados es de cómo será Santander en el año 2100, algo tan poco
probable como irreal, aunque siempre hay alguien a quien le hace ilusión ver en
tres dimensiones imágenes utópicas en las que la ciudad queda muy bien –«el que
paga exige», y no vamos a pagar para que nos diseñen distopías–. Por eso Iñigo
ha transitado por el túnel del tiempo pisando fuerte, sin despeinarse, con la
certeza de encontrar en el lado del futuro la representación de una urbe
ejemplar. Lástima que el camino de regreso a 2016 le haya reflejado la realidad
de una ciudadanía envejecida, que agradece, sí, las escaleras mecánicas porque
hacen menos pindia la fatiga, pero que permanece indiferente ante la tecnología
de la ‘smart city’ y a un porvenir que no será el suyo. Tienen la certeza de
que en 2100 todos calvos, Íñigo incluido. Aunque en su caso no lo podamos
imaginar ni en realidad virtual.
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