El Diario Montañés, 4 de marzo de 2020
Desde
la adolescencia he sido aficionado al cine de terror. Los ciclos que proyectaban
en el desaparecido cine Roxy colmaban mis miedos con películas que, vistas con
ojos de hoy, resultan ingenuas. Tanto como las que asustaban a mi padre, que
después de ver en El Astillero las de Fantômas regresaba a Villanueva con un
amigo, cargando ambos con piedras en los bolsillos para defenderse de posibles asaltos
del perverso personaje. Confundían ficción y realidad. («¡Qué bien han
trabajado los hijos de Cañas!», decía mi bisabuelo Ramón Zarrabeitia Celaya
–vasco de pura cepa, llegado a Cantabria por motivos de trabajo– tras ver
alguna película en el cine de Guarnizo, en un local que regentaba la familia Cañas).
Hoy
no somos tan ingenuos. Necesitamos que el miedo sea plausible, cercano. Que se
revista de amenaza real, porque el miedo de la pantalla no nos asusta ni con
regueros de sangre. Lo vemos como una ficción.
La
gripe, que se llevó por delante a 15.000 españoles hace dos años y a 6.300 el
año pasado –las estadísticas de este aún no se han publicado–, también ha
pasado a ser como una película que, por repetida, no tiene color. Es en blanco
y negro y, además, conocemos su final, el mismo cada temporada. Por eso hemos creado
nuestra propia ficción con la versión íntegra en tecnicolor del coronavirus,
que, publicitada en todas las televisiones en horario de máxima audiencia, consigue
ponernos los pelos como escarpias. Era algo que echábamos en falta, porque necesitábamos
sentir otra vez el miedo de verdad.
Mi
padre cargaba piedras en los bolsillos para luchar contra el terror. Hoy nos prevenimos
con mascarillas, algo también ridículo. Pero puedo estar equivocado. Al fin y
al cabo, no soy médico ni crítico de cine. Y en este rincón tengo escasas certidumbres.
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