Resulta
complicado mantener firmes las ideas en esta época de acoso en las redes y
salir indemne, porque gracias a internet cualquiera puede expresar sus
opiniones. En este periódico, por ejemplo, cuando hay informaciones en su
formato digital que conmueven al público lector, las respuestas –anónimas casi
siempre– se multiplican para manifestar desacuerdo o aprobación (depende del
color del cristal ideológico con que se mire). Y eso no está mal, si se hace
con educación y argumentos. No tanto si imperan la desinformación, la descortesía
o los insultos. En entonces cuando pueden surgir malos modos groseros entre las
diferentes maneras de pensar (de alguna forma debo nombrar a los prejuicios).
Confieso
que tengo el prejuicio del amor a los animales (el amor a los humanos va de
suyo, nadie debería reprocharme nada). Y que los defiendo cuando siento que se
los maltrata. No digamos cuando se los mata. Por eso traigo a colación el conflicto
del lobo. Sin acritud. Con serenidad. De nada sirve que hayamos escondido su
caza disfrazándola de gestión para controlar sus poblaciones y hábitat
–«Cualquier día bajan al paseo Pereda y al Sardinero», dijo una parlamentaria
cántabra–; de nada utilizar el eufemismo «extracción» para esconder la crueldad
(en una de esas «extracciones» se abatió un cachorro de siete kilos); de nada
la opinión de los científicos...
¿Servirá
de algo saber que el Tribunal Europeo de Justicia sentenció el pasado junio, en
un fallo emitido dentro del marco jurídico de la Unión, «que la preservación “rigurosa”
del lobo se debe garantizar bajo todas las circunstancias, incluso cuando se
encuentre en zonas habitadas por el hombre», y que está prohibida su captura o
sacrificio? ¿O solo nos acordamos de santa Bárbara –de Europa– cuando truena y
necesitamos su amparo… económico?
Parece
que somos europeos únicamente cuando nos conviene.
No hay comentarios:
Publicar un comentario