A
los cántabros nos llamaban «cucos» en Vizcaya porque antaño algunas madres iban
allí para parir a sus hijos. Actuaban como el pajarillo, poniendo el huevo en
nido ajeno para que de mayores sus vástagos no hiciesen el servicio militar,
que por la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, duraba tres años y
se realizaba en las lejanas colonias de nuestro ya casi desaparecido imperio. Los
vascos, por cuestiones forales, estaban exentos de tales sacrificios patrios.
Pero hete aquí que ahora, años después, son ellos quienes vienen a sentar sus
reales dentro de nuestras fronteras, y se empadronan como cántabros, los muy
cucos, para superar la pandemia en lugares más amables –«espacios abiertos y
cercanos a la naturaleza»–. Poner los huevos en distinta cesta, según conveniencia,
viene de lejos.
Esto
del servicio militar trae a mi memoria aspectos de la mili de los que solo
hablamos los mayores. Resulta que cuando terminábamos el cumplimiento
obligatorio para con la patria (dieciocho meses de Marina, en mi caso, cantando
el himno ‘pemaniano’ de que el imperio volvería a España por los caminos del
mar, y que había que morir o triunfar) nos daban la cartilla militar en la que
escribían, a falta de pruebas fehacientes, que el valor se nos suponía.
Y,
mira por dónde, un porcentaje amplio de la franja de quienes ahora tenemos
entre sesenta y sesenta nueve años, a los que el valor se nos supuso entonces,
ha preferido evitar la vacuna de AstraZeneca –las otras no, ¡qué cucos!–,
porque valoran más a los voceros de la insensatez que a la ciencia. Y es una
pena, porque, aunque el miedo es libre –¿dónde quedó aquel supuesto arrojo?–,
su negativa nos pone en riesgo a todos.
Son
dudosos compañeros de combate contra esta dura pandemia.
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