«Es
la vida», me dijo mi amigo Enrique Vegas en la Feria del Libro de Madrid cuando
le comenté la soledad de algunos grandes autores en las casetas de firmas,
frente a otras repletas de fans que aguardaban en filas interminables la
dedicatoria de sus ídolos mediáticos. «No es la vida, es la muerte de la
literatura», contesté. Andaba yo ese fin de semana triste con la muerte de otro
gran amigo, Mario Camus, escritor y director de un cine que ya no se estila, de
diálogos profundos y conocimiento cocido a fuego lento del alma de los
personajes, a medida que avanza el metraje. Y me vino a la cabeza el estribillo
de la canción ‘Amarraditos’, de María Dolores Pradera: «No se estila, ya sé que
no se estila». Ahora, me dije, lo que se lleva es el ruido, la concatenación agobiante
de escenas sin otro sentido que el de dar mayor movilidad a la violencia; la
inmediatez de las redes, las reflexiones de youtubers que harían enrojecer a
cualquier pensador que se precie, pero que a bastantes de ellos les genera la
suficiente riqueza como para pensar en mudarse a otros países con un régimen
tributario más laxo que el del nuestro. El mundo al revés.
Este
ya no es país para viejos, reflexioné, porque barrunto que comienzo a serlo en cuanto
a ciertas opiniones. Pero como es peligroso vivir sustentado en los días del
pasado, rememorando solo la vieja música y ajeno a toda esta colmena de farsantes,
me tranquiliza sospechar que acaso mi desazón se deba al color de las nubes,
que ya comienza a tener tinte otoñal. Cualquier día la cólera del viento sur
las despejará, y podré ver de nuevo, al ponerse el sol, las estrellas desde mi
prado. Vital para mi amor propio.
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