El Diario Montañés, 18 de mayo de 2022
Solo
tenía diez años, pero recuerdo como si fuera hoy la tarde en que fuimos en
familia a ver el Festival de Eurovisión. Fue el 6 de abril de 1968. En
Castanedo, un barrio del pueblo, el bar había anunciado la posibilidad de poder
hacerlo en su interior. Habían acondicionado en el comedor una suerte de Teleclub,
con las sillas colocadas en filas para que, tras un pago de una peseta por
persona –consumiciones aparte–, las ocupáramos por riguroso orden de reserva. Además,
en el tabique que separaba ese espacio de la barra del bar, habían realizado un
hueco para que unos cuantos parroquianos más pudieran alcanzar a ver la
televisión en pie. El lleno fue total.
De
aquella noche puedo evocar la pasión con que se siguieron las actuaciones, las explicaciones
de por qué unos países nos votaban o no –los mayores apuntaban razones
políticas–, los abrazos cuando Massiel fue proclamada ganadora –comparables a
los que se produjeron años antes con el gol de Marcelino en el campeonato de
Europa de fútbol–, la satisfacción de los comentarios, camino a casa de
madrugada por la mies de la Serna, a la luz de la luna, con la certeza de haber
conseguido algo grande. Nos sentíamos felices a nuestra manera, con esas
pequeñas cosas enaltecedoras de nuestro sentimiento patrio, ajenos a las
desigualdades que manteníamos con Europa (ellos ya emitían algunos programas en
color, cuando aquí los aparatos televisivos eran patrimonio de unos pocos).
En
marzo de 1969, apenas un año después, España ganó de nuevo el Festival. Y volvimos
a ser testigos, con idéntica pasión, en el mismo lugar. El 20 de julio de ese
año el hombre pisó la luna. Aquella gesta histórica –quizá por el horario– no mereció
la atención del bar. Ni la nuestra.
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