El
ser humano tiene infinita capacidad de olvido en esta época de comunicación
global en que unas noticias arrinconan a otras. Hace apenas dos años
aplaudíamos a los sanitarios por su lucha contra un virus desconocido y mortal.
Sin armas específicas, solo con un valor que no había que suponer porque lo demostraban
sobradamente, iniciaban cada jornada dentro un mundo hostil que sembraba desesperación
y muerte a su alrededor. Desde fuera, los ayudábamos haciendo cobertores con
bolsas de basura, y mascarillas con cualquier material. Todo servía, creíamos,
para intentar plantarle cara a un enemigo atroz, en medio de una precariedad
preocupante. Entonces descubrimos las carencias de nuestra sanidad. Y como surgió
la solidaridad, surgieron los buitres, empeñados en hacer negocio con los
muertos, el hábitat donde mejor se desenvuelven. Trajeron mascarillas, de
escasa garantía, un 1.700 % más caras que en diciembre del 2019; guantes de
andar por casa; protectores de pacotilla… Todo servía para inflar los bolsillos
de unos pocos pícaros en esencia, que armaron con precariedad a un ejército ya de
por sí muy inferior a su enemigo.
Han
sido más de dos años de una lucha que no ha terminado, aunque algunos lo piensen.
Y pese a que no haya muerto el perro –la rabia continúa–, ya tarareamos, como
Julio Iglesias, que la vida sigue igual. Por eso vuelven las agresiones a los
profesionales de la sanidad, el abandono que sienten algunos hospitales
comarcales, y lo que es peor, la irresponsable –aunque rentable políticamente
hablando– petición de rebajar los impuestos. ¿Cómo alguien con dos dedos de
frente puede pensar en mantener la sanidad, la educación, las pensiones, las
prestaciones sociales… con tales rebajas?
Necesitamos
una explicación numérica precisa, porque la política no debe mantenerse en «el
marketing de las palabras vacías». Aunque sea la norma común.
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