«En
Santander, cualquier museo de nueva creación que se precie habilita una terraza
en lo más alto de su estructura. Y no es porque los arquitectos sospechen que
lo mejor pueda estar en las vistas panorámicas exteriores, porque desconfían de
las obras futuras que se exhiban en el interior, dios me libre de tales
pensamientos. Más bien se puede deber a que el cambio climático, en unos casos,
o las previsibles pandemias por venir, en otros, nos obliguen a mantener una
vida concentrada en el aire libre –permítaseme la contradicción–. Aunque, si
bien se mira, en el Centro Botín los visitantes de las escaleras-miradores multiplican
ampliamente a quienes entran a su interior para contemplar exposiciones, quizá
porque, salvo en contadas excepciones, estas suelen dar la espalda al gran
público. Como me temo que se la pueda dar el contenido del Archivo Lafuente, esencial
para unos pocos, pero ‘difícil de ver’ para la inmensa mayoría. De ahí que los
planos de esa futura Sede Asociada contemplen terrazas exteriores por doquier, que
abrazan al edificio madre, a modo de faralaes, hasta hacerlo irreconocible. Nos
cobran mucho por el traje nuevo del emperador, pero es probable que algún día
alguien se atreva a decir que está desnudo».
Esto
me lo comentaba, paseando por El Sardinero, un amigo setentón y cascarrabias, harto
de arquitectos de alta costura que inventan costosísimas edificaciones. Pedimos
un taxi para acercarnos hasta el centro de la ciudad. El conductor nos preguntó
con una sonrisa: «¿A dónde van, caballeros?». A mi acompañante se le pasó por la cabeza
contestar, como Buzz Lightyear, «hasta el infinito y más allá», pero, más práctico,
pensó en los diez euros anuales de subvención municipal y se adaptó a una
distancia asumible: «A ver si hay suerte y nos alcanza para llegar hasta Correos».
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