Me
invade la alegría cuando suena el teléfono fijo de mi domicilio. Es un aparato
que hemos arrinconado con el uso del móvil, y su llamada sorprende porque casi
nadie lo utiliza para comunicarse, ya que está a punto de pasar al museo de lo inútil
(como han pasado las escasas cabinas que aún se conservan). Sin embargo,
algunos centros de llamadas –‘call center’– siguen recurriendo a él para
promocionar sus productos. De ahí mi contento, porque últimamente, cuando el
teléfono fijo reclama mi atención, suelo encontrar al otro lado una voz amable,
educada, indesmayable. Comienza con un saludo, diciéndome su nombre –Pedro, fue
el de la última vez, y un apellido que no recuerdo, pero que prometo apuntar en
el futuro–, y, sin dar espacio a mi respuesta, me ofrece ayuda para obtener
subvención y poder instalar paneles solares en el tejado de mi casa. Pedro me
pregunta las cosas con perfecta voz humana. Y, cuando transcurre por los cauces
que te va llevando, sigue la conversación sin problema. Porque Pedro es una
máquina. Me lo descubrió mi hijo Darío. «Dile que te conteste a algo que le
descoloque, por ejemplo, cuál es el resultado de 3x2+5-8» (yo prefiero
preguntarle si ha tenido sexo satisfactorio la noche anterior). Entonces Pedro,
¿desconcertado?, intenta seguir su camino: «No le he entendido bien, pero si me
da la ubicación de su vivienda le valoro una oferta».
Por
eso, cuando suena el teléfono fijo acudo con la esperanza de que tras la
llamada esté esa máquina casi perfecta. Me divierto confundiéndola, hasta que,
sin salida posible, decide despedirse educadamente: «Con los datos que me ofrece,
no estimo conveniente instalar paneles solares en su domicilio».
Qué
grande es Pedro, piensan en su empresa, aunque destruya tantos puestos de
trabajo.
O
precisamente por eso.
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