La
comidilla de esta semana ha sido lo del tren y los túneles. Concretamente la
imposibilidad física de que el convoy pueda entrar en ellos por diferencia de
tamaño –el asunto, no lo negarán, tiene su cosa sexual–. Ya el Kamasutra recomienda
la compatibilidad entre la longitud de los órganos masculinos (liebre, toro o
caballo) y la profundidad de los femeninos (cierva, yegua o elefanta) para que
el coito sea más satisfactorio.
El
protagonista de la novela de Torrente Ballester, ‘La saga/fuga de J B’, refiere
en un poema disparatado los amores irrealizables «de un tornillo del doce y una
tuerca del siete», y comenta que «la diferencia de calibres hace imposible la
plenitud del amor, a menos que uno de ellos se sacrifique, y, o se haga del
siete el tornillo, o del doce la tuerca». En el caso que nos ocupa parece más
sencillo menguar el tamaño de los trenes que agrandar el de los túneles, aunque,
visto lo visto, vaya usted a saber.
Bromas
aparte, la chapuza se las trae. Ahora se investiga la responsabilidad del
desajuste, algo que debería estar claro desde el principio –el escalafón y la nómina
son concluyentes–, pero tengo la sensación de que todos deben de estar recurriendo
a lo que le decían a Torrebruno cuando actuaba como Rocky Chaparro: «yo no he
sido, detective, no me eche la culpa a mí, pues entonces estaba haciendo pipí».
Volviendo
al tema sexual, los consoladores, que sí se hacen de diferentes tamaños para adaptarse
a cualquier abertura, también han estado, metafóricamente, en boca de todos tras
el robo de siete u ocho bañados en oro –en la cantidad no hay acuerdo–, en una empresa
de juguetes sexuales.
En
ambos casos, aunque incomparables en tamaño, las pérdidas económicas son
grandes.
Menuda
jodienda.
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