Suele
decir Peridis que hay zonas de Cantabria y Palencia en las que nacen más osos
que niños. En Brañosera, donde los mozos andan en cantares por haberle robado
las gallinas al gallinero de Rosa, se ha cerrado la taberna del pueblo, ‘La
cueva del Coble’, una suerte de museo etnográfico donde cualquier objeto encontraba
espacio en la anarquía de sus paredes. «Los dueños la han dejado porque han
cogido un estanco en Santander», lamentaba una vecina.
Este
pasado domingo, pese al buen tiempo, Brañosera era un lugar desolado sin la
tasca. Es cierto que algunos nos deteníamos para visitar los restos de su
iglesia románica y para contemplar el largo lienzo amarillo del bosque otoñal. Pero
luego no había ningún local que nos retuviera. Por eso continuábamos la ruta,
puerto arriba.
Quienes
saben de esto mantienen que cuando un pueblo de pocos habitantes cierra una
tasca, sus vecinos desaparecen antes que los del pueblo donde permanecen abiertas.
En esas tabernas toman los viejos la parva cada mañana, y al mediodía el vino,
con aceitunas de hueso, mientras evocan su dura mocedad. Y hasta ellas llegan
los turistas, ávidos por reencontrarse con la comida casera y de empaparse con esas
conversaciones de los paisanos, joyas auténticas de experiencia. Sin las
cantinas de las poblaciones pequeñas, se apaga el soplo que mantenía con vida la
incierta llama de la esperanza poblacional y de la economía.
Por
eso el pleno del Congreso aprobó el 28 de marzo pasado una propuesta de ley
para «garantizar la supervivencia de los bares en la España despoblada», aunque,
por desgracia, no llegó a tiempo de impedir el cierre del más original de
Brañosera.
Parece
exagerado, pero puede ser así: la desaparición de los bares está rompiendo
España antes que la amnistía. Al menos la España rural.
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