La
irritación de estos días está arrastrando a más de uno a perder la perspectiva
y transmutar los valores. Ciertos obispos han calificado de «inmoral» la ley de
amnistía, y el nuestro, saliente, no se ha quedado atrás al manifestar a este
periódico que «no se puede amnistiar a personas que han estado vinculadas con
el terrorismo y que han defraudado y se han enriquecido a base de robar». Supongo
que lo dijo sin conocer todavía el texto íntegro de la ley, pero es curioso que
sea el mismo que proclamó en Valladolid, en un Viernes Santo de 2018, que Jesús
vino al mundo «para perdonar a todos sin excepción», incluso a los «políticos
corruptos y a quienes trafican con seres humanos». Tampoco don Manuel dudó en
afirmar en sus declaraciones de este domingo que si en Cantabria «se deroga la
ley de memoria histórica, mejor».
Perder
la perspectiva y jugar a conveniencia con los valores tiene mucho peligro. No
lo tiene menos pervertir el lenguaje. Cuando se deforma el sentido de las
palabras, asignándolas un significado que no les corresponde, resulta fácil
utilizarlas como armas arrojadizas. A Pedro Sánchez se le está acusando –amparándose
en la ley de amnistía, pero en el fondo queriendo negar su legitimidad como
presidente– de ser un dictador, un terrorista, un traidor de manual que está dando
un golpe de estado… Y se le amenaza con devolverle golpe por golpe (quiero
suponer que solo sea a golpe de urnas).
Debemos
ser muy cuidadosos con los términos. Mal utilizados pueden llevar a algunos
descerebrados a cometer acciones no deseadas. Además, cuando en un futuro
lejano analicemos los sucesos actuales desde la frialdad, encontraremos en las
hemerotecas –parafraseando a Ángel González– «un crepitar de polvo y de papeles
[que] proclamará la frágil realidad de las mentiras».
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