Recientemente
intenté dialogar por teléfono con una dama para solucionar un problemilla de
andar por casa. Acaso porque no supe precisar mis argumentos –o porque para
ella el asunto era mucho más que un problemilla–, sin apenas haber comenzado a desarrollarlos,
me espetó, elevando el tono: «¡Usted no sabe quién soy yo!». Me azoré. Quedé
desvalido ante el alarde de superioridad de aquella desconocida que estaba al
otro lado del aparato. Como siempre tiendo a temer lo peor, aunque no haya
infringido ninguna ley, permanecí expectante, en silencio. Me sucede a menudo,
quizás por haber heredado un sentimiento de culpa de los tiempos lejanos del
nacionalcatolicismo (a mí me echa el alto la guardia civil de tráfico para un
control rutinario de alcoholemia, pongamos por caso, y tengo la sensación de que
voy a dar positivo, aunque no haya tomado ni gota de alcohol).
¿Ante
quién me encontraba?, ¿frente a una jueza prevaricadora que podía apabullarme
con todo el peso de la ley, pese a que yo no había transgredido ninguna? «¡Usted
no sabe con quién está hablando!», continuaba. Claro que no lo sabía. Conocía
su nombre, pero no su condición, que por el énfasis debía de ser importantísima.
Respiré más tranquilo cuando entre exabruptos cortó la conversación, «y fuese,
y no hubo nada».
Presumir
de jerarquía y autoridad es una práctica muy española, porque si bien el
franquismo político nunca se fue del todo, el sociológico siempre ha permanecido.
En nuestro país, cuando alcanzan el olimpo de la nada, los mediocres se sienten
con poder omnímodo. Un sargento chusquero de la marina, en mis tiempos de mili,
recién ascendido a ese grado por el único mérito de la edad, imponía sus
galones vociferando: «¡Cuidadín, ¿eh?, que cuando me miro al espejo hasta yo
mismo me cuadro!».
Tela
marinera.
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