El Diario Montañés, 14 de febrero de 2024
Ahora
que los cántabros estamos en la estadística lectora por debajo de la media
nacional, rememoro tiempos mejores. En mi juventud, cuando la televisión era el
único enemigo declarado de la lectura, los aficionados solíamos realizarla con
fruición. Incluso en el retiro del retrete –valga la redundancia–, leer era una
ocupación rutinaria que solía llevar a los tuyos a interesarse por tu salida. Y
no respondías por el tiempo que podría llevarte la evacuación, sino por el que
considerabas necesario para dejar la novela en un capítulo cerrado. Henry
Miller, el autor maldito –bendita maldición que hizo que leyéramos la mayor
parte de su obra en la discreción del váter–, dice en su libro breve, ‘Leer en
el retrete’, que alguno de sus amigos «incluso tienen allí una estantería». Otra
época. Otros afanes.
La editorial
Oberon ha iniciado una colección de libros para leer en el retrete que, aunque momentáneamente
tenga éxito (‘El libro gordo del retrete. Lecturas interesantes para momentos
íntimos’ y ‘El libro gordo del retrete. Grandes mentiras, falsos mitos y
errores de la humanidad’), deberá luchar contra un enemigo poderoso que ha
entrado sin excusas en el excusado con total seducción: el teléfono. Tal es
así, que un estudio de la Universidad de Barcelona revela «que las pantallas de
los teléfonos móviles pueden contener hasta treinta veces más bacterias que la
tapa de un inodoro». Desconozco si esto le sucedía al papel, pero el asunto
denota un doble problema: primero, el teléfono se ha infiltrado definitivamente
en nuestras vidas; segundo, con su atractivo ha desplazado al libro de nuestros
pocos momentos de recogimiento, incluso de los de mayor privacidad.
Dios
me libre de pensar que la lectura haya podido caer solo por esas causas. Pero con
tal perspectiva seguirá su regresión. Aquí… y en Lima.
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