«Primeramente hay que usar la cabeza; tiempo habrá para utilizar las manos». Y mostraba las suyas, potenciales racimos de hostias. Los fines de semana trabajaba como portero de discoteca para obtener un sobresueldo. «De ahí viene lo de anteponer la fuerza del diálogo; es necesario hablar con los jóvenes cuando tienen una copa de más y van de gallitos». Paseábamos por El Raval barcelonés, una zona de turismo tumultuoso, muy atractiva para carteristas. Yo lo hacía con la despreocupación de llevar a mi lado su figura imponente, capaz de derribar un becerro a puñetazos (matarife de oficio, estoy por asegurar que llegó a hacerlo alguna vez).
Nos hemos reencontrado en un bar. Tomo precauciones, porque sus apretones de manos son de una efusividad peligrosa para mis dedos. Han pasado varios años y sigue tan fornido como entonces. Tras habernos puesto al día sobre nuestras cosas, me suelta: «Vaya mierda lo de Koldo». Y comienza a maldecir a quien fuera mano derecha del ministro, «para más inri socialista», que aprovechó el puesto para enriquecerse con la desgracia de los demás. «Tampoco me gusta Ábalos, tiene aspecto de perdonavidas. Dios los cría y ellos se juntan. Parecían hechos el uno para el otro». Pedimos cerveza y unos pinchos de tortilla. Musita entre dientes que todos cambian cuando alcanzan el poder. «Quién iba a decirlo. El Koldo de las pelotas…». «Y también su entorno. Tan responsable es quien comete el delito como quien lo facilita –aclaro–. El presidente llegó a ponerlo como ejemplo para la militancia». «Si lo que buscaba era un modelo para la Modelo, acertó. Yo sería incapaz de actuar de esa manera». Sonrío recordando un relato de Lauro Olmo: «Por eso nunca serás perito en gambas… y mucho menos en langostas. Confórmate con esta tortilla. Tiene muy buena pinta».
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