Hace
cuarenta años, Juan José Losada, ejecutivo de Anaya, me dijo que el ordenador
personal iba a convertir a la humanidad en una aldea global. Entonces ya habían
llegado los prototipos, pero fue la explosión geométrica de las ventas posteriores
la que ratificó el pensamiento que tuvo el filósofo canadiense McLuhan en los
primeros años setenta del pasado siglo, cuando vaticinó la gran importancia que
tendrían los medios electrónicos en la futura interconexión humana. Ahora,
resulta incuestionable que estamos instalados en aquella aldea global. Y de
ello son responsables las tecnologías que surgieron al abrigo de los primeros ordenadores
balbucientes, fundamentalmente Internet. Por poner un ejemplo, su técnica me permite
transitar, cómodamente sentado, la misma calle de La Fusterie por la que deambulé
en mis bordeleses veranos adolescentes. También ha solucionado algunos crímenes,
el último, que se sepa, en Tajueco, Soria, donde una imagen retrataba a un
hombre colocando un fardo, que a la postre resultó ser un cadáver, en el
maletero del coche. Es la tecnología, ese gran hermano que lo ve todo y además nos
permite conversar y vernos, aunque estemos a miles de kilómetros de distancia. Miradas
de ida y vuelta en un planeta abarcable.
También
hay gérmenes que aprovechan la globalización del cambio climático para
invadirnos. Humanos, animales y vegetales estamos azarosamente expuestos a sus
ataques. Superamos la pandemia de covid, sí, pero otras nos acechan, porque esta
alteración climática facilita la eclosión de plagas dañinas: el picudo rojo, de
origen asiático, está aniquilando nuestras palmeras, y los fondos de inversión
–parásitos terribles– han puesto su voraz punto de mira en Cantabria, «mercado
inmobiliario de lujo», aunque tengamos escasez de viviendas sociales. Son
nuevas amenazas ante las que las administraciones no pueden, o no saben, hacer
nada. Se quedan tan panchas.
Riesgos
propios de la globalización.
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