Quiero
dejar claro que estoy a favor del progreso, pero de un progreso sostenible.
Hacer las cosas porque sí, para mayor lucimiento del gobernante de turno, puede
resultar peligroso por esa tendencia tan común de abandonarlas a su suerte una
vez culminadas.
Uno
tras otro, los sucesivos responsables de nuestra querida Cantabria siguen
basando el desarrollo regional en el turismo, y por ello pretenden que la
singularidad paisajística del terruño esté al alcance de todos, aunque ello
conlleve la construcción, peligrosa para el medio ambiente y a primera vista innecesaria,
de carreteras (Reinosa-Potes, «tenemos el gran capricho de cumplir nuestras
promesas», el consejero de Fomento ‘dixit’) o de teleféricos panorámicos (el de
Vega de Pas, «con 120.000 visitantes al año, ya nos saldría rentable», el alcalde del lugar ‘dixit’).
Quede
claro que no pretendo ser intransigente como Gerardo Diego, que prometió no regresar
a Santander porque no soportaba el desatino que se había realizado en Peña
Cabarga cuando construyeron el «pirulí de la Habana», que quebró el «lomo
solemne» de la montaña (por cierto, aunque terminado hace tiempo, su mirador, que
permite divisar el 80% de Cantabria, continúa cerrado). Seguiré, cómo no,
visitando los Valles Pasiegos, con Castro Valnera hermanando, que no limitando,
Cantabria con Castilla, y rogaré, desde mi desconfianza infinita, para que la
ola masiva de visitantes respete paisaje, fauna, caminos y sendas sin dejar
plasmada su huella de destrozos (¡ay mis queridas secuoyas de Cabezón,
descortezadas sin piedad!).
Si finalmente
ambas infraestructuras se llevan a cabo (el estudio para calibrar los daños
medioambientales debe ser tan exquisito como alejado de cualquier interés
económico), deberían utilizarse con raciocinio, porque hay ocurrencias
–¿recuerdan las cenas que se planearon, y pronto dejaron de realizarse, en los
teleféricos de nuestro particular Jurassic Park de Cabárceno?–, que pueden
resultar auténticas patochadas.
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