El Diario Montañés, 18 de noviembre de 2015
Vidas segadas de
cuajo en París. El asunto catalán ha desaparecido de la primera plana porque se
juega una partida mucho más importante en el ajedrez global. Desde la noche de
los tiempos, en el damasquinado campo de batalla se odian dos colores. Negros
caballos con turbante y balas han respondido sin piedad a la limpia muerte de
alfiles-drones y blancos aviones. Y en uno y otro lado del tablero caen las
piezas más débiles para mayor gloria de la mano anónima que rige el lance.
Siempre ha sido así.
Horas antes de
la masacre, Enrique Álvarez –en mis antípodas ideológicas y sin embargo buen amigo–
escribía en este periódico un artículo en el que expresaba su conocido
pensamiento de que el terrorismo islámico ha surgido con fuerza frente a la
preponderancia del capitalismo liberal, que se sentía sin enemigos tras la
caída del muro comunista, y también por cierta lasitud religiosa de Occidente.
Enrique –como Borges cuando poetizaba el juego del ajedrez– mantiene que en «el
Oriente se ha encendido una guerra cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra»,
aunque a nosotros sólo nos importe puntualmente la que se disputa en el lado de
acá del tablero.
Ante el horror
de París, los medios de comunicación han doblado su actividad. Y en un afán desmedido
por ponerle nombre a todos los muertos de esta parte, han incluido en la lista
a algunos ciudadanos españoles que, por suerte, estaban vivos. Su sorpresa fue
grande cuando se vieron en la relación de fallecidos. Pero, superado el susto,
son conscientes de que han tenido el raro privilegio de conocer en vida las
alabanzas que se han hecho en las redes sociales de sus andanzas y aventuras
casi heroicas –redes que se tiñeron con rapidez, por un manejado impulso mimético,
con los colores de la bandera francesa–. Uno de los falsos muertos, ante tantos
halagos, ha dicho que si siguen escribiendo cosas tan bonitas sobre él tal vez
tenga que morirse de verdad. Para reírse, si no fuera un asunto tan serio que
está dejando en el otro lado del tablero cientos de muertos anónimos, sin
nombre ni apellidos, y, por descontado, sin rostro.
Muertos invisibles
que apenas se sufren. O que se sufren menos.
Esta viene siendo mi reflexión de todos estos días, Jesús. Los miopes sólo vemos con nitidez lo cercano.
ResponderEliminarY muchas veces con un cristal que cambia el color verdadero de las cosas.
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