El Diario Montañés, 7 de abril de 2020 ©Javier Rosendo
Esta
Semana Santa se presenta diferente a las demás. Habitualmente Miguel Ángel
Revilla protestaba cuando al llegar estas fechas el hombre del tiempo no
acertaba en sus predicciones. Hace dos años subió a Peña Cabarga y se grabó en
mangas de camisa para enviar un mensaje a los meteorólogos, recriminándoles su
error: habían pronosticado lluvias en Cantabria, y ese día el sol era radiante.
Con el turismo no se juega –dijo–, porque es nuestra principal fuente de
ingresos.
Lo
que cambian las cosas. Ahora que los turistas no van a venir por la cuarentena,
esta lluvia de abril llega como agua de mayo para apagar los numerosos incendios
que estaban activos en la región. En ese sentido es lluvia amiga. Porque lo del
fuego en el monte se repite siempre que sopla el sur, estemos o no en
cuarentena. El instinto atávico de los incendiarios se reactiva cuando el campo
se seca y la maleza semeja yesca.
Los
vigilantes del visillo –más seguros que nunca, pues han descorrido las cortinas
y han dado un paso decidido hacia el balcón para denunciar a todo aquel que
infrinja la ley del encierro– hacen la vista gorda ante los incendiarios. Y
resulta sorprendente, porque además saben quiénes son. Pero no es cuestión de
denunciarlos, al fin y al cabo, según su corto criterio, no salen a dar un
paseo por el monte, que sería lo dañino; solo salen a quemar rastrojos, como se
ha hecho siempre. Esa mentalidad criminal la encubre la costumbre (‘moris’), que
suele conformar la moral de los pueblos. Sin embargo, lo moral no siempre
coincide con lo ético, pues la ética permite distinguir, tras un ejercicio de
raciocinio, lo que está bien y lo que está mal. Una destreza –esta del
raciocinio– demasiado complicada para las mentalidades cerriles.
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