Diario Montañés, 2 de abril de 2020
Esta
crisis nos está haciendo valorar como se merece al personal sanitario. Es la
primera fuerza de choque, la última trinchera en la que depositan todas sus
esperanzas los enfermos. En su profesionalidad, primero, y en su ternura, después,
cuando ya no queda otra salida. Porque esta enfermedad que roba el aliento,
hurta también la presencia de los seres queridos en la hora del adiós. Es
entonces cuando aparece esa mano desconocida, cubierta con un guante que aleja
del virus pero no del enfermo, y da la última muestra de cercanía a la mano que
se va, mientras su dueño se esconde detrás de una máscara que, además de
protegerlo, oculta sus lágrimas. Los aplausos de las ocho de cada tarde les vienen
bien, les dan fuerza para volver a la lucha del día siguiente con el mismo
empeño, aunque conocedores de que aún no se dispone de todas las armas necesarias.
La
sociedad civil se ha puesto a la labor y no cesa en su empeño de paliar con
iniciativas encomiables esa falta de medios. Los ejemplos solidarios surgen por
doquier. Además de las universidades, que investigan sin descanso, y las
empresas, que ponen su tecnología al servicio de la fabricación de respiradores
y otros aparatos muy necesarios, cientos de ciudadanos anónimos están
fabricando artesanalmente mascarillas, pantallas de protección y bolsas de
basura que adaptan como batas. Está claro que, si se la necesita, la gente sabe
dar un paso hacia delante.
La
clase política, sin embargo, en vez de remar unida en una dirección para luchar
contra el enemigo común, anda a lo suyo, porque en río revuelto suele haber
ganancia de pescadores.
Es
evidente que la talla humana debe manifestarse ante las dificultades. Pero hoy
por hoy algunos no saben estar a la altura de las circunstancias.
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