El Diario Montañés, 22 de abril de 2020
Aunque queramos despertar de la pesadilla,
el virus todavía sigue ahí. Por eso no se han podido abrir hoy miércoles las
puertas de la Feria del Libro de Santander. Sin embargo, si cierro los ojos no
me cuesta imaginar, a ambos lados de la carpa, los puestos repletos de libros ofreciendo
en sus páginas las voces inmortales de los espíritus muertos y las palabras
recientes de los autores vivos. El libro ha perdido este mes su semana grande
santanderina, que iba a ser de doce días, aunque ha ganado un lugar de honor en
nuestra reclusión, compañero siempre dispuesto a aportarnos «un tesoro de
contento y una mina de pasatiempos».
Le debemos mucho a
los libros. La historia del hombre comienza cuando la escritura pintó las ideas
y la oralidad tomo cuerpo en los grafismos. Todas sus andanzas anteriores hay
que rastrearlas en las huellas de los estratos inciertos, sedimentos de
información limitada. Solo cuando se inventó ese instrumento tan asombroso que
es el libro –extensión, según Borges, de la memoria y de la imaginación–, la
luz del verbo desvaneció las tinieblas. Y ahora, en estos tiempos de bulos y
saturación informativa, debería ser, además de herramienta de formación, belleza
y distracción, notario de la verdad.
Cuando la tragedia
del coronavirus afloje y volvamos a la normalidad aparente, los actores de la
cadena del libro –autores, editores, distribuidores, libreros, bibliotecarios,
educadores, promotores y lectores– debemos regresar unidos para proteger su
delicado ecosistema. Nadie debería transitar el camino en solitario, porque todos
estamos implicados en la misma empresa y padecemos similares amenazas. La administración,
por su parte, tendría que liderar las acciones con una línea decidida de ayudas
económicas al sector, porque, aunque inmaterial, el libro es un alimento de
primerísima necesidad.
Y no solo de pan
vive el hombre.
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