El Diario Montañés, 20 de mayo de 2020
El coronavirus
está sacando a la calle a los animales (y no me refiero a los de dos patas que
salen a protestar en coche de lujo descapotado o con cazuelas sin
desportilladuras contra la política de confinamiento del gobierno socialcomunista,
ni a quienes invaden las terrazas, con ansias en cervezas inflamados, como los
hunos de Atila). Hablo de nuestros hermanos sufrientes –hermano consideraba incluso
al lobo Francisco de Asís–, que han ocupado algunos parajes humanos tras la paz
inclemente venida con el virus.
Mi hija Ana ha
salido de paseo con su perra por el pueblo, por una zona antaño boscosa y ahora
urbanizada, aunque conserva todavía manchas de arbolado. La gente lo llama
Mazalahoz. Pues bien, a pleno día, según me dijo, un corzo campaba por allí a
sus anchas, venido, sin duda, de la cercana sierra de Villacimera, que está
casi al final de la cadena boscosa de Cabarga, lindando con el Parque de
Cabárceno. Los paseantes se detenían a verlo, asombrados ante el espectáculo
inusual, mientras los perros –ellos, sí, animales de compañía, más que hermanos
para muchos– ladraban para proteger a sus dueños de un peligro desconocido. No
sé por qué, cuando me lo refería vinieron a mi retina los muchos animales
salvajes que estos días transitan por parques y jardines, no ya los pájaros, cuyos
trinos amenizan el aire, sino, y sobre todo, los jabalíes. Han aprovechado nuestro
encierro forzoso para ocupar terrenos que daban por perdidos ante la inexorable
invasión humana.
Parece lógico
que en ese momento evocara el empeño de Revilla –y de otros cinco presidentes
autonómicos más– para que se permitiera la caza y la pesca deportivas en la
fase 1. Entre todos lo han conseguido. Me pregunto, si imagino al corzo, qué
mérito puede tener abatirlo. No tenemos remedio.
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