El Diario Montañés, 14 de mayo de 2020
Me parece que muchos miembros de la actual
clase política tienen de todo, menos clase. Pese a que los criterios para avanzar
de una fase a otra en este asunto del coronavirus parecían bastante objetivos,
al día siguiente de tomar la decisión todo han sido críticas. En general los
descontentos han atacado el dictamen porque les importa más la cuestión
económica que la de la salud (morir solo es peligroso para algunos cuando se
trata de prohibir la eutanasia). Los titulares de prensa no han dejado lugar a
dudas: de Valencia a Madrid, pasando por Andalucía, políticos, y en algún caso
círculos empresariales, han criticado la decisión por las «consecuencias
nefastas que van a tener para miles de personas» las medidas que se han tomado teniendo
en cuenta criterios «más por socio de gobierno que por parámetros vinculados a
la sanidad».
La mayor parte de los reproches son de
similar facha (en el sentido de aspecto) y tienen en común la preponderancia de
la economía sobre todas las cosas. Ese es el mundo que nos está esperando ahí
afuera y que marcará el ritmo de nuestro futuro baile vital. Economía, antes
que muertos, ahora. Economía, antes que bien general, después. Nunca aprendemos.
Por eso transitaremos la senda de los recortes, que volverán a rondar sobre
nosotros como vuelven las oscuras golondrinas. Todo es cíclico y recurrente. El
problema es que ahora, además de estar divididos ideológicamente por una distancia
abismal –grieta irreparable–, nuestros políticos no tienen más altura de miras
que la frase ingeniosa, la fotografía con ojeras matizadas, la postura pesarosa
ante un espejo, las canas bien peinadas, o la actitud de virgen dolorosa con manos
sobre el pecho y lágrimas negras de rimel. Es lo que nos toca sufrir.
Nada, ni el peligro, los pone de acuerdo.
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