Aprendí
mucho durante mi larga amistad con Benito Madariaga, pero la diferencia de
edad, veintiséis años, hizo que algunas enseñanzas prendieran en mí tiempo después.
Recuerdo una frase que solía repetirme: «Aún no tienes edad suficiente, pero a
partir de los cincuenta tendrás conciencia de la muerte. A mí me ha pasado. Cuando
los cumplí, comencé a pensar en ella. Siempre ha estado ahí, pero ahora es algo
que me preocupa». Tenía razón. Como concepto, la muerte nos acompaña desde que comenzamos
a tener conciencia, pero llega un momento en que notamos su presencia hasta en
los gestos más cotidianos. (¿Por qué si no nuestra obsesión por mirar las
esquelas?).
Los
jóvenes –algunos– son distintos. Ante el coronavirus, por ejemplo, no entienden
nuestras precauciones con las mascarillas, ni con las distancias. No sienten el
peligro. Mucho menos, la muerte. Conciben ese punto final como algo inevitable,
pero remoto. Todavía no les toca. No es su tiempo. Prefieren los grupos, el
bullicio, las discusiones. En ocasiones, incluso, las peleas etílicas. Es su particular
manera de mostrar una falsa fortaleza. Las multas, si llegan, las pagan sus
padres. Ellos, no.
«La
vida es así –dice mi mujer–. Mira cómo son los animales jóvenes. Juguetones; casi
se podría decir que ‘insensatos’. Los perros no temen las tormentas hasta la
edad madura. Antes, permanecen ajenos al peligro». «Quizá sí –contesto–, pero sus
padres siguen teniendo un ‘comportamiento animal’ a la hora de imponer la
autoridad. Lo has comprobado: en ocasiones un ladrido a tiempo o un suave
mordisco hacen que los más pequeños sigan guardando el respeto y agachen las
orejas». «De acuerdo –me contesta–, pero procedimientos así no están bien
vistos hoy día».
Puede
ser –me digo– pero, por perder algunos comportamientos animales, corremos el
riesgo de actuar como bestias.
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