Vaya
por delante que ningún tendero es simple. Es más, se suele recurrir a la figura
de estos profesionales de las tiendas de ultramarinos para resaltar la atención
que ofrecen a los usuarios. El tendero proporciona lo mejor. Trabaja con
productos de primera calidad para su entorno inmediato, tan exigente como
conocido. Es imposible ser tendero y engañar a los parroquianos. Al menos más
de una vez. El tendero de bata azul no necesita mostrar su nombre colgado en el
pecho, porque día tras día está al frente de su negocio y los asiduos se
dirigen a él por su nombre. Es su fuerza, su virtud, y su principal exigencia
de sinceridad en los tratos comerciales.
Sucede
lo mismo con los libreros de toda la vida. Son la cara primera del libro, el
pórtico que abre paso hacia el interior de la lectura. Son como nuestros médicos
de cabecera cuando otrora nos trataban sin prisas antes de que los cargaran con
la responsabilidad de perseguir al covid. El librero de verdad, el nuestro de
cada día, aconseja con arreglo a nuestros gustos personales, que conoce bien. Sabemos
que sus recomendaciones no nos defraudarán. Y tenemos la certeza de que los
libros que nos ofrece, aunque vivos –quizás por ello– tienen un precio fijo
para sobrevivir frente a ataques multinacionales. La compra resulta segura, sin
engaño posible. Y la venta es cercana, porque sus negocios están a la vuelta de
la esquina.
«No
somos unos simples tenderos», ha manifestado Paco Roales resaltando la labor
del librero de viejo. Trabajo encomiable, sin duda, que da nueva vida a libros
muertos, a cambio en ocasiones de arduas tareas de embalsamamiento. Pero no por
ello debe despreciar a los tenderos, una especie que tendría que proteger tanto
como lo hace con los tomos viejos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario