Debo
confesar que le temo tanto a la pandemia como a quienes la gestionan
políticamente. Apenas había dado tiempo a retirar las banderas del salón donde
el gobierno nacional español y el regional de Madrid escenificaron un acuerdo,
cuando se rompió aquella falsa armonía. En realidad, la representación fue en
sí misma un esperpento que no presagiaba nada bueno. Por el discurso sin
soluciones de sus protagonistas y por el entorno que lo arropaba. No hubo tanto
boato de pendones ni cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial y tocaba dividir
el mundo; y eso que Ayuso y Sánchez no dividieron nada, tan solo anticiparon
que los presidentes se habían reunido ese día para anunciar los próximos
encuentros que iban a mantener otras personas designadas por ellos: una reunión
para comunicar otra reunión. Pero a los cuatro días fracasó el invento y
dimitió Emilio Bouza –que iba a ser el microbiólogo responsable– por las
desavenencias entre Sanidad y la Comunidad de Madrid. Una demostración patente
de que por encima de todo había prevalecido la imprevisión y la puesta en
escena en horarios de máxima audiencia televisiva. Era la política como
espectáculo.
Aquella
pantomima dejó claro que en nuestra sociedad es más importante ser noticia por
las intenciones que por las acciones. Por eso a los ciudadanos, como ilusos que
somos, nos ofrecen ilusiones: los rastreadores militares están empezando a
ejercer ahora, un mes más tarde de habérnoslo anunciado a bombo y platillo, y las
vacunas –la esperanza que nos trasmiten cada día– tardarán tiempo en llegar
contrastadas.
Vivimos
engañados. Nuestra Sanidad no era tan buena como decían, y lo peor es que no
hacen nada para remediarlo. ¿Cuándo se pondrán de acuerdo nuestros responsables
políticos para conseguir un consenso en lo evidente? «¡Uuuhhh!», respondía el
lobo de una famosa revista satírica.
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