El gobierno
regional nos regala una hora cada noche retrasando hasta las doce el toque de
queda (Sánchez prefiere que digamos «restricción de movilidad nocturna», que viene
a ser lo mismo, pero suena mejor). Sea de una u otra forma, cuantas medidas coherentes
se tomen para vencer al virus son bienvenidas, sobre todo si se intenta conjugar
la seguridad con hacer el menor daño a colectivos económicos, culturales o
deportivos. Pero la ley debe ser dura cuando la sociedad se muestra laxa.
Aunque
en general la relajación no viene de la mayor parte de los negocios afectados, hay
ocasiones en que estos son permisivos con los parroquianos por miedo a
perderlos. Sirva un ejemplo: fumar tras una comida, a puerta cerrada y en
grupos de confianza, ha sido habitual en algunos locales. Lo pedían los
comensales, y los dueños lo aprobaban e incluso compartían el humo «socializante».
Otra muestra: mientras en Primera División se juega al fútbol sin espectadores,
el sábado, en Segunda B, el Laredo tenía un público que en algunas fotografías
parece apiñado. Cosas de nuestro país. Resultamos confusos redactando leyes,
contradictorios aplicándolas y reacios respetándolas.
Ahora,
en Cantabria, acabamos de dar un paso más en seguridad, aplicando, al margen de
las demás autonomías y a un colectivo muy respetuoso deportivamente hablando, un
decreto que resulta singular: los menores de dieciocho años no podrán entrenar
en pabellones o locales cerrados, aunque estén bien ventilados, o, pongamos por
caso, en piscinas de agua clorada, que, como lejía rebajada, es enemiga del
bicho. Sí podrán hacerlo al aire libre, aunque de forma individual, sin
contacto. Pero no podrán competir. Es como si a esas edades deporte y educación
fuesen dos extraños. Y pudiésemos prescindir del primero sin influir en la
segunda.
¡Ay!,
también el coronavirus ha partido a la juventud.
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