Por
la etimología sabemos que «privar» deriva del latín ‘privare’, «despojar a
alguien de algo que poseía». De esa misma forma verbal procede «privatizar»,
una acción que defienden con firmeza algunas ideologías para terminar con los
problemas que produce, según ellas, la explotación pública.
Ahondando
sobre el tema, he descubierto que las privatizaciones no tienen límite: quien
fuera presidente de la Nestlé, Peter Brabek, declaró hace diez años que algo
tan necesario como el agua no era un derecho público y que debería
privatizarse. Ante el revuelo que levantaron sus palabras –y por las posibles
consecuencias que podían acarrearle a la multinacional que dirigía– se vio
obligado a matizar: solo pretendía que «los productos alimenticios» tuviesen un
valor y no se despilfarrasen.
Icíar
Bollaín reflejó en esa misma época –2010– un problema similar en su película
‘También la lluvia’. Mostraba la situación que se había producido en Bolivia en
1999, cuando la multinacional Betchel (con la participación en el ajo de
empresas españolas) pidió un impuesto por el agua de la lluvia que recogían los
hogares bolivianos. Calculaban tal canon con arreglo a la superficie de los
tejados.
Pinochet,
en la Constitución de 1980, decretó en Chile la propiedad privada del agua. De
entonces data la privatización de todas las fuentes, algo que Sebastián Piñera,
desde la democracia, traslada ahora hasta los ríos, con la comodidad que le
permite su particular economía personal «milmillonaria». En nuestro país,
Esperanza Aguirre pretendió privatizar el 48% del canal de Isabel Segunda en
2008. No pudo hacerlo por la oposición frontal de los madrileños.
A su
manera, eran visionarios. Por eso no debería extrañarnos que el agua haya
comenzado a cotizar en el mercado de futuros de Wall Street, porque toda
privatización pretende, en última instancia, vender lo despojado. Perdón, lo
privatizado, quise decir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario