Ahora,
por cuestiones de seguridad, conviene ser allegado de alguien. Y no traigo esto
a colación por quienes puedan sentarse en torno a una mesa en las celebraciones
navideñas, no. Esos, ya lo apuntan los sanitarios, «solo son con los que vives»,
digan lo que digan los demás. Me refiero a esos otros con quienes, incluso
situados en las antípodas de sus ideas políticas, te une la confianza
suficiente como para decirles que «a lo mejor puedes hablar bien de mí si en un
futuro lo necesito». Yo se lo acabo de insinuar a un amigo de pensamiento
extremo ante el ruido de sables que, aunque en desuso, sus dueños añoran reutilizar
estos días.
Son
un grupo de generales retirados que proyectan la sombra de Caín sobre nuestra
convivencia porque conciben el Estado cual tablero de ajedrez donde la sinrazón
del negro debe imponerse al blanco de la libertad, aunque para ello tengan que
llevarse por delante a «veintiséis millones de hijos de puta», piezas sacrificables
en su juego. Nos tranquiliza que quienes plantean tales arreglos inciviles por
WhatsApp, como charlas de casino, son «unos abuelos»; pero inquieta que todos tuviesen
menos de treinta años cuando los españoles decidimos mayoritariamente aprobar nuestra
Constitución. Es como si la formación militar que recibieron entonces no se basara
en la defensa de las ideas democráticas, a no ser que al galgo le vengan de
raza los entusiasmos autoritarios.
Si triunfase
su pensamiento, cuantos defendemos que el poder emana de las votaciones libres
seríamos «allegados» por igual al mar último, que es el morir, acaso con la
esperanza –ellos lo corean en sus himnos guerreros– de que ese no fuese el
final del camino.
Aunque
sería mejor si en el tablero de ajedrez patrio, que no es de su propiedad, cupiesen
todas las piezas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario