El Diario Montañés, 30 de diciembre de 2020
Hace
un año denunciaba aquí mismo cómo actuaban algunas residencias de ancianos.
Decía entonces que el derroche de las luces navideñas que adornaban sus
fachadas no se correspondía con la cantidad y la calidad de los menús, que
pocas veces se ajustaban a las necesidades de cada residente. Prevalece
–afirmaba– cerrar cuentas con balance positivo, caiga quien caiga.
En
los primeros meses de 2020 descubrimos con horror que esos ajustes
presupuestarios se aplicaban a las necesidades básicas de quienes nos habían
dado todo. Los militares tuvieron que intervenir en aquel desierto, campo de
batalla inhumano donde la codicia resultadista había dejado a los abuelos abandonados
a su suerte, «cuando no muertos en sus camas».
Parece
que ahora, en un vuelco de conciencia, hemos sabido reaccionar facilitándoles
las vacunas antes que a nadie, y estos días se repiten sus imágenes remangadas como
una promesa de futuro, aunque sea breve. Nos habíamos resignado a pensar que era
ley de vida y la enfermedad solo se los llevaba a ellos. El mensaje había
calado, incluso, en parte del personal sanitario. Pero de momento parece que el
marketing de la culpa funciona. Hemos humanizado la situación, abandonando el
anonimato. Conocemos el nombre de quienes reciben la vacuna; en ocasiones hasta
de quienes dan el pinchazo. Como si cantaran la lotería los niños de San
Ildefonso, notificamos los primeros agraciados: Araceli, en Guadalajara;
Antonio y Pilar, en Andalucía; Anatolia, en Canarias; María Dolores, en
Cantabria…
Con
todo, debemos admitir que los mayores obstaculizamos a una sociedad que ejecuta
los balances sin alma para valorar la experiencia. Las prejubilaciones de la
banca –entre otras que vendrán– lo dejan bien claro.
Pero,
cuidado, no engañemos al destino: ya Sábato apuntaba en el ‘Diario de la guerra
del cerdo’ que «todo viejo es el futuro de algún joven».
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