Ronda
por mi cabeza, como sedimento borroso de lecturas dispersas, la idea de la elaboración
de la Gran Muralla China, que con sus más de 20.000 kilómetros se tardó en concluir
veintiún siglos. Según ese poso de mi memoria –no conviene contradecirla por el
bien de este artículo–, la construcción se realizó por trozos separados, en lugares
distintos y por personas que no conocían el objetivo final de su trabajo.
Simplemente, hacían lo que se les mandaba. Luego, cuando se encontraban con
trabajadores de otras zonas, desconocedores como ellos del sentido de la obra,
las piezas del puzzle encajaban perfectamente en anchura, altura y materiales, consiguiendo
un resultado final uniforme. ¿Cuál fue la magia que hizo posible tal prodigio
en una época que no tenía nuestros medios actuales? Sospecho que fue la
existencia de la figura de un coordinador responsable, que conocía los planos del
proyecto y tenía autoridad y personal para llevarlo a cabo.
Traigo
esto a colación por el descontrol que estamos viviendo con la aplicación de las
vacunas para levantar una muralla ante el covid. Es como si se administrasen a
salto de mata, al primero que pasaba por allí, o a personas con «influencias», ante
el peligro de la pérdida de las dosis por caducidad, una vez fuera de los
frigoríficos. Y eso que ahora se está vacunando en lugares donde el censo del
personal debería estar perfectamente establecido: geriátricos, trabajadores
sanitarios, cárceles… Da miedo pensar en lo que podrá suceder cuando haya que
vacunar en los Centros de Salud a ese público más inestable que somos «el resto».
Puede
parecer fácil darle autoridad a un coordinador general para que elabore un
listado justo y preciso. Pero, con lo de las discordias autonómicas, no creo
que nadie se atreva a ponerle el cascabel al gato.
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