Mientras
que Arquímedes se creía capaz de mover el mundo con una palanca, nuestro
consejero de sanidad ve capacitada a su gente para vacunar a 26.000 cántabros
al día, siempre que haya vacunas. La frase del griego se basaba en
conocimientos matemáticos y físicos; la de Miguel Rodríguez, sospecho, juega
con la ventaja de saber que no van a llegar tantas dosis. De lo contrario, las
cuentas son demasiado optimistas porque se necesita que cada enfermero vacune a
72 personas al día en sus ocho horas de trabajo, «tras sacar las porciones del
recipiente original, registrar los datos, explicar el proceso al paciente y
esperar quince minutos con cada uno para comprobar que no haya ningún efecto adverso
inmediato». Entre una cosa y otra, cinco minutos por persona. Sin descanso.
Cuando
conocí sus cálculos imaginé a un sanitario frente a una cinta sinfín por la que
pasaban los pacientes para recibir el pinchazo. Y volví a pensar en la necesidad
de un coordinador, esencial para que sus pretensiones tuvieran alguna
posibilidad. Cuando son muchos los que deciden, impera el caos. Hay que tenerlo
todo atado y bien atado, y no veo por el momento a nadie capaz de amarrar todas
las variantes. Vaya una por delante. La semana pasada llamaron a Manuel para que
se vacunara en su centro de salud. Tiene 92 años y vive con su esposa, María,
de 90, en una casa unifamiliar en la que llevan vida normal, valiéndose por sí
mismos. María le acompañó al centro de salud. «A usted no le toca ahora. Ya la
llamaremos cuando le corresponda», le dijeron a ella. Volvieron caminando.
Comieron y cenaron juntos. Se acostaron. Pero no pudieron quitarse de la cabeza
lo que habían dicho algunos profesionales sanitarios: «la campaña tiene lagunas
importantes».
Aún esperan
la llamada.
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