El Diario Montañés, 24 de marzo de 2021
Ser
vago cuesta mucho trabajo. Pensar cada día qué hacer para no estar ocupado y
parecerlo tiene mérito, pero esa es una de sus principales virtudes: el
fingimiento. El buen vago debe parecer siempre activo. Y llegar con prisa a las
citas, como el conejo de Alicia, porque sus ocupaciones lo reclaman. El vago
profesional, además, debe huir del mal hábito de meter las manos en los
bolsillos, ya que gesticular es lo que verdaderamente oculta su indolencia. También
ayudan mucho una mirada indisimulada al reló y resoplidos como de fatiga. Un
¡uf! soltado en el momento oportuno le descarga de responsabilidades, porque
indica dificultad ante una situación, pero no desgana. Es una especie de yo lo
haría, pero no es el momento, hay que darle muchas vueltas al asunto, nos va a
llevar tiempo. La procrastinación, no lo olvidemos, es otra de las
características principales del vago, además de la de ser perito en resoplidos.
Dejar siempre para mañana lo que se puede hacer hoy, aunque mañana parece
demasiado pronto, porque, constante en la apatía, permanece anclado en la
primera persona del presente inactivo.
De entre
los vagos prefiero a los chistosos, dispuestos siempre a endulzar con un
chascarrillo decisiones que hayan podido anular la posibilidad real de solucionarnos
algo. Los admiro. La escasa energía que consumen la aplican en complacer
nuestro ánimo. Son como como árnica para los noes. Magos anímicos, que dicen
que sí mientras piensan que no. Artistas de la pachorra con los que apenas
cuesta dejarte engañar.
El
articulista vago, puede pensarse, es capaz de escribir de cualquier tema antes que
opinar sobre lo que está pasando en la política de este país de charanga y
pandereta. En mi caso, créanme, no es por vagancia. Es la pereza que produce
predicar en el desierto. ¡Uf!
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