El Diario Montañés, 10 de marzo de 2021
El
14 de marzo de 2020 se declaró el estado de alarma, medida esencial para
ponerle freno a una pandemia que entonces comenzaba a desbocarse. Un año después
conocemos parte de las secuelas que ha generado el covid: muertes, precariedad en
la sanidad pública, cierres de empresas, pérdidas de trabajo…, y que se ha
desplomado la natalidad sobre unos datos que ya eran preocupantes. En nuestro
país han nacido, en diciembre y enero, 13.141 niños menos –un descenso del
23%–, justo cuando se cumplían nueve meses de aquel encierro forzoso que quizá
aumentara las relaciones sexuales por la convivencia obligada, pero que desató
el temor de traer descendientes a un mundo de futuro incierto. Sospecho que
pronto sabremos que la obesidad infantil, que ya estaba disparada, también habrá
crecido en estos meses de prohibición de los entrenamientos deportivos para los
menores. Al menos en el ámbito público, porque el impedimento de que los más
pequeños entrenaran se podía eludir en ciertos deportes acudiendo a la esfera privada.
La
ley, aunque dura, si se aplica para todos por igual tiene un sentido de justicia
–justeza–, que pierde cuando busca resquicios para adaptarse a otros intereses.
De cumplirla no nos exime su desconocimiento, aunque sean los legisladores quienes
desconozcan algunas características específicas de los lugares en los que se
realizan los deportes. Un ejemplo: la última resolución del BOC permite el
regreso de treinta personas a los entrenamientos en piscinas deportivas, sin
distinguir –quizá por ignorancia– entre las de seis y las de ocho calles, un
factor que cambia sustancialmente la ratio. Sea como fuere, desde nuestra
responsabilidad social tenemos la obligación de educar a los jóvenes en el
deporte, respetando, incluso, la incoherencia de algunas resoluciones. Y de luchar
contra la obesidad.
Lo
de la natalidad se nos escapa.
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