Mantienen
algunos que la infinitud de Cantabria puede llegar a ser finita. Si no conservamos
lo más parecido a como eran la naturaleza, la arquitectura, el paisaje y el
paisanaje; si rompemos la difícil armonía entre la tradición y el crecimiento
equilibrado –sostenido, se dice ahora–, podemos finiquitar lo infinito. Ya
hemos transformado mucho de forma desmedida. La franja costera regional se ha
degradado con construcciones que han roto el aspecto característico de nuestras
viviendas y han creado fronteras en los caminos de servidumbre. Casas de
cristal y hormigón, cerradas, si no con cuatro llaves, con setos impenetrables
que abonan el anonimato y facilitan la desconfianza. Se ha superado el refrán
de «a donde fueres, haz lo que vieres», para llegar al «donde pago, cago». Cualquiera
lo puede comprobar si pasea por nuestro vulnerado litoral, invadido de estructuras
con elementos ajenos a nuestra idiosincrasia constructiva. Complejos
urbanísticos que vigilan a distancia esas empresas –a modo de gran hermano– que
viven de meter el miedo en el cuerpo a sus dueños de fin de semana, ante posibles
robos u ocupaciones indeseadas. Cámaras que logran que cualquier paseante se
sienta incómodo, por sospechoso, cuando ronda por esos lugares hurtados al
albedrío peatonal.
Hemos
perdido porciones de costa porque los tentáculos de las autopistas nos la han
acercado demasiado deprisa. Y hemos recalificado terrenos a marchas forzadas para
aprovecharnos de la gallina de los huevos de oro, sin un plan general de
vivienda coherente, ni las necesarias infraestructuras de saneamiento… De las escaseces
sanitarias prefiero no hablar.
En gran
parte de los gallineros costeros ya han matado a la gallina. Queda la esperanza
de que los del interior la protejan para preservar el corazón de lo nuestro. Y
poder así conciliar el oxígeno de la modernidad con el aire de la tradición.
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