El Diario Montañés, 2 de febrero de 2022
Las
emociones deportivas del domingo exigían una tarde de reposo. A cierta edad no
es recomendable hacer trabajar al corazón por encima de sus posibilidades.
Nadal, por la mañana, le había obligado a cabalgar con ritmo forzado. Y luego,
por la tarde, los hispanos de balonmano no le habían permitido el descanso hasta
alcanzar el triste final del penalti perdedor. A todo ello debía sumar que la
cabeza andaba absorta, pues acababa de leer en este mismo periódico una
entrevista al obispo de Palencia, el cántabro Manuel Herrero, en la que decía
que quienes denuncian los abusos sexuales en la Iglesia de nuestro país lo hacen
desde «una investigación sesgada», porque «también se dan casos en otros
sectores y no tienen trascendencia». Luego recurría a lo de las distintas varas
de medir. Qué quieren que les diga, a mí las manifestaciones de los
responsables eclesiásticos suelen descolocarme. Son insondables, y uno nunca
sabe con certeza a qué atenerse («Dios está, sin duda alguna, hasta en el
silencio. Pero nosotros a veces no tenemos oído para escuchar», añadía en esa
misma entrevista).
En
fin, que necesitaba tumbarme en el sofá para intentar desconectar. Y hete aquí
que me topé con la ligereza de una serie de Netflix, ‘Soy Georgina’, en la que
la pareja de Cristiano Ronaldo, entre viajes en el jet privado, el yate o los
coches imponentes del portugués, me envolvía en una exposición de simplezas. Sin
ir más lejos, me descubrió que lo mejor de esos aviones privados son los
ibéricos, y lo peor es que, pese a tener cuatro routers en su casa, «el wifi de
los cojones va mal». En esa misma casa ha prohibido los libros, porque solo dan
trabajo a la hora de limpiar el polvo. De leerlos, ni hablar. Georgina sí que
sabe.
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