Aunque
parezca lo mismo, publicar no es editar. Editar es tarea previa a la
publicación y supone una serie de cuidados para que la obra de que se trate
salga examinada en aspectos irrenunciables: corrección ortográfica y de estilo,
respeto a las normas ortotipográficas, atención sobre la tipografía y el
interlineado... El problema surge cuando
algunas ‘editoriales’ no saben hacerlo, y otras no quieren perder tiempo en lo
que consideran minucias. Por eso las hay que se limitan a volcar el texto, tal
cual lo reciben, en una caja definida previamente, sin efectuar arreglos
posteriores. En ese sentido se puede hablar de falsos editores que, como el mítico
Procusto, ajustan los escritos a un patrón, cueste lo que cueste, queden líneas
viudas, huérfanas o ladronas, palabras mal cortadas, guiones de cualquier tamaño
o comillas como pulgadas. La cuestión se agudiza cuando quien da la espalda al
oficio editorial es la Universidad.
Este
fin de semana he recibido un regalo de la de Cantabria, concretamente del
departamento de publicaciones de su Consejo Social: cuatro tomitos de los
«Premios Literarios del Consejo Social Manuel Arce, 2020». Debo confesar que
cuando examiné los dos de narrativa breve sentí dolor y rabia, porque en ellos se
despreciaba, seguro que sin pretenderlo, la labor del editor. Ambos libros
están plagados de errores gramaticales y de fallos ortotipográficos groseros.
Se ha adaptado el texto sin ningún cuidado, y de esa forma –siempre indigna,
pero más en publicaciones pretendidamente académicas– han salido a la luz.
Siento
reaccionar así ante un regalo. No soy desagradecido. Pero esas obras no tienen
calidad editorial, porque tampoco han tenido, por impericia o desdén, el más
mínimo cuidado profesional. Y es muy grave, viniendo de donde viene, el menosprecio
a un oficio tan necesario.
Para
publicar quizá todo valga. Para editar, no.
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