Aunque
no queramos darnos por enterados, parte de nuestras seguridades cotidianas
penden de un hilo. Ha bastado que un incendio dañara varios postes de
Telefónica en Lamasón para que casi toda la Liébana se quedase sin teléfonos
móviles, datáfonos o cajeros automáticos, en unas fechas de gran afluencia de
turistas, la mayor parte de ellos sin dinero efectivo en los bolsillos. Nadie
sabía cómo resolver el problema, porque quedamos desvalidos cuando se estropea
lo que debería funcionar en nuestro mundo virtual con la naturalidad del
amanecer o el anochecer.
Basados
en la creencia de que la técnica tiene infalibilidad casi papal –y en frías
cuestiones de rentabilidad, dicho sea– están cerrando oficinas bancarias en los
pueblos, y quizá desaparezcan algunos consultorios rurales, tan necesarios
ambos para el contacto personal. Ante la supresión de las primeras, nos ofrecen
la colocación de cajeros automáticos, como si los mayores del lugar fueran
peritos en teclas; la desaparición de los segundos está trayendo consigo la
aparición de compañías médicas privadas que, cual buitres ante la desatención, prometen
un trato de cercana lejanía desde la pantalla del ordenador o del móvil.
Confieso
que reniego cuando me cambian el médico de cabecera –circunstancia bastante común–
y el nuevo levanta la voz porque me supone problemas de audición cuando comprueba
la edad en mi historial. También me molesta si me somete a un cuestionario de
achaques –tantas veces contestado– que suele terminar con la pregunta inmisericorde
de si continúa el goteo tras detener la micción (¡buena la hiciste, Concha
Velasco!). Todo lo tolero para conservar ese trato humano. Mas nunca disculparé
que en la farmacia no me faciliten el medicamento prescrito porque se ha caído
internet y no pueden leer la receta electrónica.
Puede
ser que estos tiempos me superen. Pero en Liébana habría pagado en efectivo.
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