Un
estudio del psicólogo estadounidense Carney Landis revela que la sonrisa es un
reflejo de respuesta tanto a experiencias agradables como desagradables. De las
diecinueve tipologías que describió en 1924, solamente seis indicaban una manifestación
positiva ante la felicidad o el placer; el resto respondía a incomodidad, vergüenza,
dolor, horror o tristeza. Es decir, que la sonrisa sirve también para enmascarar
sentimientos negativos. (Cabría añadir en estos tiempos otros tipos de sonrisas
artificiales que, sin duda, no estaban aún presentes en el año de su estudio,
pero que han adquirido importancia posterior: valgan como ejemplo la «sonrisa
Berlusconi», propia de una cirugía de estiramiento, o la estremecedora risa maquillada
del Joker, que tampoco conocía entonces el profesor americano, puesto que apareció
dibujada por primera vez en un cómic de 1940).
Bien
mostrando una sonrisa labial alta, media o baja –según la clasificación que
establecen los propios psicólogos–, pululan por el entorno político campeones
de la sonrisa impostada, personas que exhiben su imagen riente como si estuvieran
pidiendo nuestro voto a todas horas desde un cartel publicitario. Esos individuos
también suelen utilizar el escudo de la sonrisa para ocultar la rabia cuando algún
adversario político les está dando varapalos dialécticos y no les queda más
salida que «sostenella y no enmendalla». Entonces, una risita de circunstancias
aparece en su rostro, y el observador se pregunta qué sentimiento real se esconde
tras ese gesto de cinismo. Son muecas que apenas logran disfrazar el rencor y se
dibujan en su cara sin la pintura del Joker pero con igual artificio.
Ante
la dudosa verdad que pueden transmitir las sonrisas, si me dan a elegir –aunque
en el lote figure la muy célebre de Mona Lisa– escogería una sonrisa vertical. Cuando
se exhibe entreabierta, me fascina la frescura de su encanto sin doblez.
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