El Diario Montañés, 21 de diciembre de 2022
Las
luces navideñas y los belenes nos cautivan. Ciudades como Santander o
Torrelavega exhiben sus mejores alumbrados, aunque lo de brillar por estas
fechas también es propio de los pueblos. En Santillana del Mar se han volcado
para ganar el concurso de Ferrero Rocher –qué gran campaña de márquetin la de
los chocolateros italianos–, que al final se llevó Mojácar, aunque no se puede
decir que la villa medieval se quedara a dos velas, porque el alumbrado de sus
calles resulta espectacular. Igualmente hay alumbrado digno de ver en algunos domicilios
particulares. En Parbayón, el aluvión de visitas a la vivienda de Francisco
Cano, la casa de las luces, era tal que ha obligado a restringir el tráfico
para evitar males mayores, porque el espectáculo de la iluminación había
producido más de un golpe entre los coches que se arremolinaban para
contemplarlo. Lo que demuestra que la luz es espectáculo, y no solo cebo para
que consumamos, como maliciosamente presuponen algunos.
Con
los belenes sucede algo similar. Abundan en ciudades, en pueblos y en domicilios.
Piedad y Manolo, sin ir más lejos, han preparado este año uno de casi
seiscientas piezas, en el que han invertido mes y medio de trabajo a una media
de seis horas diarias, una obra casi heroica para su edad, 77 y 80 años,
respectivamente.
En
Navidad existen otras tradiciones más raras, como la de Jesús, el de Novales, que
ha ido a Madrid con una semana de antelación para poder entrar el primero al
salón del sorteo de la lotería: el espíritu de ese sorteo, aburrido para la
mayoría, lo tiene prendado. Otra costumbre inconcebible consiste en regalar
libros, aunque algunos, en estos tiempos de epifanía –y quizás por tener pocas
luces– todavía la seguimos manteniendo.
Se comprueba
que hay gente «pa tó».
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