Nadie
ha podido probar que Felipe II dijera la famosa frase de que no mandó sus naves
a luchar contra los elementos, pero hizo fortuna y su autoría fue aceptada.
Acaso nuestro presidente regional pensara lo mismo la noche en que se enteró de
que trescientas personas habían quedado atrapadas en la inmensa llanura
palentina, cuando se detuvo el tren que los acercaba desde Madrid a Santander. No
es que Revilla les hubiese enviado hasta la capital del reino, no; pero gran
parte de los pasajeros eran responsables políticos o empresarios turísticos que
regresaban de Fitur, a donde se habían desplazado para apoyar las bellezas infinitas
de nuestra tierra y, por qué no, para arrimar su ascua al trozo de la tarta que
les puede corresponder con los visitantes del Año Jubilar Lebaniego.
Cuando
se averiaron los frenos del convoy, comprobaron una vez más que en el trayecto
ferroviario de Madrid a Santander –o viceversa, que tanto monta– no hay certeza
sobre el horario de llegada. Si se toma ese tren, la única certidumbre es la
meta, porque, en cuanto a la duración del viaje, nos convertimos en viajeros de
un tiempo impreciso.
En el
momento del fallo, buen número de los trescientos espartanos de la noche se
acercaron hasta el vagón de la cafetería para aprovisionarse de víveres, ante
la amenaza de una espera que se preveía larga. Allí uno de ellos recordó el famoso
eslogan de los años setenta: «Papá, ven en tren». Otro le corrigió: «Si no vienes
a Cantabria». En ese ambiente distendido, un tercero añadió: «Con Iberia ya
hubiera llegado». Fue cuando un contertulio zanjó la conversación: «Entre
vientos y averías, esta semana es mejor que no hablemos de trenes ni de aviones».
Tres
horas más tarde, llegó al rescate un autobús. Sucede casi siempre.
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