Hubo
un tiempo en que los aficionados recitábamos de memoria las alineaciones de
nuestro equipo favorito, porque los futbolistas solían permanecer en él hasta
finalizar su carrera deportiva. Todo ha cambiado, y ahora le resultaría
imposible hacerlo a cualquier persona con una memoria normal. Incluso la furia deportiva
española se ha diluido, como acaba de demostrar el Real Madrid, nuestro representante
continental cuando no éramos nadie en Europa, presentando este fin de semana un
equipo inicial sin españoles, con once jugadores extranjeros. Lo que corrobora que
ya nada es igual en el fútbol. No diré que sea un juego de mercenarios, pero lo
mismo se juega un Mundial en Qatar, con aire acondicionado, sin libertades
civiles, que la Supercopa de España en Arabia Saudita. Poderoso caballero, don
dinero, aunque tenga origen negro y untuoso.
«A
mí el pelotón, Sabino, que los arrollo», gritó Belauste a su compañero de
selección española en los Juegos Olímpicos de Amberes de 1920. Y marcó un gol de
cabeza ante Suecia, arrollando al tiempo –con noble fuerza irresistible– a dos
defensas y al portero nórdicos. En ese momento se forjó la leyenda de «la furia
española», aplicada a nuestro fútbol patrio.
Por
desgracia, esa furia, casi desaparecida del fútbol, parece haber arraigado en
el juego político, donde nuestros representantes utilizan con pasmosa naturalidad
estrategias de saña y leña –bien analizadas, sus manifestaciones parecen
nacidas para liquidar al oponente, nunca para buscar el dialogo–. Menos mal que
cada cuatro años el juego democrático nos permite establecer con nuestro voto las
alineaciones y el banquillo. Por ello, un ejercicio de máxima responsabilidad consistiría
en revisar el VAR para ver quiénes han empleado mayores triquiñuelas, juego
sucio o mal perder. En política necesitamos, ahora más que nunca, la nobleza del
tiquitaca. Y no iluminados por la furia.
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