Jorge
Luis Borges, en su ‘Arte de injuriar’, dice que cuando el hombre común insulta presupone
«la misma profesión en las madres de todos [hijo de la gran…], o quiere que se
muden en seguida a una localidad muy general [vete a…]». Hay otras posibilidades
de insultar más propias del refinamiento. En ese sentido, también considera insulto
la utilización irregular de la palabra ‘señor’, «denigrativa cuando [te] la
estampan». Y añade que decirle a alguien ‘doctor’ de forma afrentosa es «otra
aniquilación».
Aniquilado
debió de sentirse como escritor Vargas Llosa cuando, en una entrevista que le realizó
al creador argentino, insistiera tantas veces en que Borges vivía en una casa
modesta, que logró que este le reputara a posteriori, con humor cáustico, como
«un peruano que debe de trabajar en una inmobiliaria, porque quería que yo me
mudara».
Entre
escritores, insultos y menosprecios han sido el pan nuestro de cada día.
Quevedo y Góngora, se escarnecieron de cualquier manera posible –«Gongorilla, /
perro de los ingenios de Castilla…»–, anticipándose, incluso, a Messi en la
utilización del ‘bobo’ –«¿Qué captas, nocturnal, en tus canciones, / Góngora
bobo…?»–. (Tampoco el sevillano se quedó corto burlándose del andar de Quevedo,
de su poca vista o de su impericia con el griego).
Injurias,
más que insultos (en el sentido académico de dañar o menoscabar), son los
versos que le ha escupido Shakira a Piqué en su última canción –«una loba como
yo no está para novatos»–, en la que añade una gran verdad: «las mujeres ya no
lloran, las mujeres facturan». Hecho que deberían tener en cuenta esos
«moralistas» cuya pretensión es que las mujeres, antes de abortar, escuchen el
latido del feto o contemplen una ecografía.
Su
empeño rancio debería pasarles factura en las urnas. Sin insultos, pero con
firmeza.
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