Limitado
por la corrección lingüística, escribo con angustia. La «censura perversa», que
nunca me ha impuesto este periódico, pero sí los «estamentos difusos de lo que
denominamos sociedad civil» –Darío Villanueva ‘dixit’–, me agarra por las
solapas, advirtiéndome de lo peligroso que resulta utilizar ciertas palabras.
En
mis tiempos de Anaya asistí al debate que suscitó la imagen de un personaje
negro, dibujado en el método fotosilábico de Palau para referirse a la sílaba ‘ne’;
hubo que sustituirla por un manchón de ese color (como para cantar hoy lo del
«negrito» del África Tropical). De ahí a que Santiago matamoros perdiera tal
sobrenombre, hubo un paso. Ahora, según acuerdo del PSOE y PP, los disminuidos
desaparecerán del artículo 49 de la Constitución y se denominarán «personas con
discapacidad» (precisamente la RAE cambió durante la pandemia el concepto de
discapacidad, que ya no incapacita «a una persona total o parcialmente para el
trabajo u otras tareas», sino que tan solo la «enfrenta con notables barreras
de acceso a su participación social»). Y podía seguir poniendo ejemplos ‘ad
infinitum’, porque todos sabemos que ya no hay gordos, sino personas
–¿persones?– con sobrepeso; por arte de birlibirloque los parados temporales son
trabajadores fijos discontinuos; no hay momias, sino personas momificadas; no
hay maricas, ni bujarrones –¡ay, Quevedo!–… Por no haber, en estos tiempos no tendríamos
ni la novela ‘Lolita’, porque, de haberla publicado, Nabokov iría a la cárcel.
Menos
mal que en Monte se abrirá este mes una sala de la rabia «donde destrozar
objetos a golpe de bate de béisbol o lanzar hachas a una diana». Esta sociedad,
que todo lo prevé, además de la confesión para el perdón de los pecados, nos ofrece
actividades inocuas para encauzar la violencia retenida. Pague, y desahóguese aquí.
¡Cáspita,
sapristi, córcholis! ¡Qué sutileza!
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